Pellean, la madre del rey, trajo una enorme tarta para su nieta favorita. Las paredes del castillo habían sido decoradas con un mal gusto impresionante, a opinión del rey, que amonestó a su madre por su exceso de entusiasmo. La anciana elfa, que ya contaba con más de mil años a sus espaldas, desestimó la observación de su hijo y prosiguió dando ordenes a los soldados y criados para que todo fuera perfecto. Thyrone sin embargo, compartía la misma ilusión que su madre, así que la dejó hacer tranquilamente. La tarta lucía unas enormes y preciosas velas con los números seis y cuatro. Pellean sonrió.
-Ya está todo listo.
-No voy a salir-gruñó la princesa, dándole la espalda al criado. El muchacho balbuceó torpemente que su abuela había venido a verla, que la reina y el rey la esperaban junto al resto de miembros de la familia y la nobleza para festejar su cumpleaños.
-¿Te llamabas Wolf, no?-murmuró la elfa, mientras aparecía de detrás del biombo que la ocultaba de la vista de cualquiera. El llamado Wolf dio un respingo al ver la figura de su ama. Sabía de sobras, por haber oído de sus mayores, que los elfos crecían de un día para otro, como si de setas se trataran. Que embellecían, que mejoraban. Pero, ¡rayos! Menudo el cambio de la heredera al trono. El cabello suelto le cubría el cuerpo, que solo tenía puesto la ropa interior. Al lado de ella, un buen montón de ropas que no le encajaban con su nueva y voluptuosa figura se apilaban rasgadas o completamente rotas. Tenía todo el cuerpo lleno de pecas y sus hombros se sacudían al ritmo de su agitada respiración. El criado agarró los ropajes rotos y con la cabeza agachada, abandonó la estancia.
-No voy a salir-repitió Katherine, llorando. Desde el torreón, el cual le servía de nueva habitación por cortesía de su madre, podía ver como los niños seguían jugando alegres y sin miedo de nada. Anhelando crecer para, quizás, poder blandir impunemente las espadas o pistolas que quisieran. O tal vez para ser libres de enamorarse de chicas que no fueran inmortales. De ser felices. De no esperar nada del mañana salvo qué manjares podrían degustar. Katherine cerró la ventana. Ya había llorado suficiente por hoy.
Los murmullos habían llegado ya hasta el íntimo círculo de la familia. La princesa no iba a salir.
-¿Cómo puede ser de que sea tan terca? ¿Como puede estropear este día?-se quejó Pellean, aparentemente disgustada.
El rey omitió ese pequeño detalle antes de levantarse. Su esposa permaneció impasible a los cambios, solo un leve parpadeo le indicó al soberano lo furiosa que estaba. Aunque jamás elevaría la voz en un recinto con invitados. Antes se cortaría la lengua.
Conciente de que era el centro de todas las miradas, abandonó el comedor principal en dirección al torreón de Katherine. No permaneció mucho en el umbral, llamó con los nudillos y esperó que la princesa rezongara algún improperio para pasar.
-¿Qué?-gruñó, a la par que abría la puerta. Su mirada se clavó en la de su padre, e inclinando la cabeza, lo dejó entrar. Thyrone entró con suma calma y se sentó en la silla del escritorio nuevo que él mismo había confeccionado para su hija. Esta ni tan solo lo miró de nuevo, dándole la espalda.
-Que raro que no haya sido Emmelin quien ha venido a sermonearme.
Thyrone suspiró.
-No he venido a sermonearte, mapete.
Aunque Katherine fuese una copia exacta a Lady Emmelin, el brillo de sus ojos era exacto a los de su padre. No sabía lo que rondaba por la cabeza de su joven hija, había crecido tanto en tan poco tiempo...
-¿Por qué no quieres bajar?
Había intentando dejarle su espacio, aunque en su fuero interno, deseara volver a tenerla sobre su regazo. Feliz como antes.
-¡Mírame!-rugió, furiosa-¡Es el peor día de mi vida! Maldigo el día en que nací. Maldigo mi sangre, tu sangre, la de madre, la de la abuela. ¡Estoy encerrada!-pateó el desafortunado mueble que se cruzó en su camino, dejándolo hecho astillas-Por culpa de todos vosotros, he perdido todo cuanto podría apreciar. Solo soy una niñata que no quiere otra cosa que jugar con lo que podían haber sido sus amigos. ¡Y MIRAME! tengo que estar atrapada entre el deber y lo correcto. Por complaceros a madre y a ti. Pero un día, me marcharé y no volveréis a saber de mí, majestades. ¿Acaso hasta que no muera no podré ser libre?-había sido más bien un monólogo, ya que el rey no se atrevió a interrumpirla, conociendo su mal genio, así que la dejó hablar.
¿Tanto había cambiado su pequeña mapete?
El rey se levantó, con ese porte que Katherine reconoció al momento, un porte real. Se acercó hasta el ventanal, desde donde se podía vislumbrar aquello por lo que su hija tanto había maldecido. Su libertad.
-Lo siento, mapete-desvió la mirada del ventanal hasta posarse sobre la furiosa mirada de su hija.
No dijo nada más. ¿Qué más podía decir? Nada, pues todo sonaría falso. Aún así si las leyes y las normas se debían obedecer. No había excepciones, con nadie.
-Llamaré a Lucette para que te traiga un vestido. Vístete y ven a la fiesta. Todos te esperan...
En su tono no había lugar para un posible reproche. Era el rey. Dirigió sus pasos hacía la puerta, y salió de la habitación.
Tras la puerta, se oyó claramente el aullido que la muchacha profirió.
-¡Te odio! ¿Me oyes?-gritó, entre llantos. Se dejó caer contra la madera que formaba parte de la puerta, rasgándose la espalda con las astillas sueltas de la madera mal pulida. En silencio, entró Lucette, que abrazándola, la vistió sin decir palabra alguna. Katherine obedeció. Le dolía demasiado la espalda como para protestar.
PS: "Mapete" significa "pequeñ@" segun Weiss y Hickman. Yo digo que significa "princesa" , y es el mote cariñoso entre los elfos y sus hijas...jurjurjur