Cuando Evan había dicho que el bar estaba en el centro del bullicio, no habría podido usar mejor palabra. Era viernes. Normalmente había gentío, pues Rhea era la capital más importante de Tala, pero los viernes pertenecían a otro mundo. Viajeros, mercantes, pilluelos y mercenarios se reunían los viernes en Rhea para tratar sus asuntos. La gente huele el dinero, y habría que estar pero que muy congestionado como para no darse cuenta de que era un día de oro. Independientemente de como ganaras el dinero. Apenas pudieron mantenerse en grupo unos minutos, y al final acabaron dispersados. Para asombro de Katherine, Evan había tenido la increíble idea de dar instrucciones antes de adentrarse en aquel mar de piel. Al principio lo había tomado a broma, incluso un poco exagerado. Pero en aquellos momentos, cuando la tarea de respirar se le hacía un verdadero problema a causa del gentío y del aire viciado, reconoció el merito del joven ante su iniciativa. Cuando pensaba que no aguantaría ni un minuto más de pie, Evan detuvo el paso y señaló un cartel que se tambaleaba con el viento. Katherine no alcanzó a ver las letras, pero eso poco le importaba. Necesitaba desesperadamente aire, y espacio. Mucho espacio. Sintió un tremendo alivio cuando este le soltó la mano, una vez se hubieron introducido en el local. La princesa parpadeo un par de veces, pues sus ojos habían estado demasiado en contacto con las especies del mercado, entre ellas el opio. Y empezaba a sentirse mareada. Como todo un caballero, Evan llamó la atención al posadero, que los llevó rápidamente a unas mesas del fondo. Evan indicó que necesitarían más sillas, e inmediatamente el fornido tabernero desapareció entre sus clientes. Katherine dejó escapar un sonoro aullido de placer cuando su espalda tocó madera, sintiéndose los riñones a punto de reventar.
-Para ser un niñato hormonado eres todo un caballero con las mujeres, Evan-bromeó la princesa, una vez hubo recuperado el humor. Este le devolvió la sonrisa, abriendo la boca para coger aire y contradecir aquellas acusaciones tan feas, sin embargo un chillido provinente del pecho de su acompañante lo frenó.
-¡DIOS MIO! ¿Donde esta Virgile?-gritó, mirándose atónita la mano donde se suponía debería estar la de su amigo.
Evan rompió a reír.
-Tranquila-canturreó entre risas-Seguramente estará en compañía de alguna señorita…
Katherine le propinó una patada en al espinilla, provocando que este aullara de dolor. Una mueca de satisfacción le tiñó el rostro.
-Seguramente-aseveró la mujer-Y seguro que en estos momentos…
Antes de que este pudiera recuperar el habla, la puerta volvió a abrirse, dejando entrar a través de ella el ruido del exterior. Una vez cerrada, la figura de Virgile se perfiló contra esta a la luz de las bombillas.
La agitada respiración del joven rápidamente quedó eclipsada por el ambiente festivo que se cernió sobre él cuando cerró la puerta, dejando así, que los sonidos exteriores fueran reemplazados por los del interior de la taberna.
Katherine observó con aire divertido como este parpadeó un par de veces, intentando vislumbrar algo al cambio tan brusco de luz. La noche había empezado a caer en el exterior, pero había generadores de luz para que tal evento no sumiera a la ciudad en un agujero. Sin embargo, la luz de local era mucho más suave. Más intima, a pesar de que se notaba en el ambiente que era un lugar de reunión entre amigos. Un sitio tranquilo para pasar la tarde, así pensó Katherine mientras contemplaba como Virgile había dado con ellos y se disponía a pasar.
Aunque eso no sería una tarea fácil, pues habían demasiadas camareras y huéspedes de pie. Mientras Virgile pasaba entre la gente a trompicones, su hermano Evan disfrutaba del bullicio. La princesa frunció el ceño cuando observó que este dejaba reposar el brazo cerca de la mesa. Ese hecho no la habría echo sospechar nada, sino fuera porque las pobres camareras necesitaban arrimarse a las mesas para pasar a través de los clientes. Justo en ese momento, oyó una disculpa con voz conocida detrás de ella, seguramente dirigida a una camarera.
Las pecas se le arremolinaron a los lados por culpa de una sonrisa.
-Evan, usa esa mano para algo más que torturar a las camareras-bromeó Katherine- Y pide tres jarras de cerveza.
El interpelado la miró con aire distraído, pero al alzar la cabeza pudo contemplar a su hermano, y sonrió eufórico.
-¡Pero hombre!-sonrió pícaramente, y usando la mano libre le lanzó un besito- ¡si ya pensaba que te habrías fugado con esa rubita que te tiene el ojo echado!
Virgile abrió la boca de par en par, sin molestarse en disimular el sonrojo que se había apoderado hasta de las pestañas. Por no decir que un escalofrío mortal le había atravesado la columna al recibir tal muestra de amor por parte de su hermano. Si se había planteado hacerle explotar de vergüenza, había ganado con creces. Sintió como las fuerzas le fallaban, y se derrumbó justo al lado de la princesa, quien le palmeó la espalda fraternalmente.
-Eres un monstruo-le regañó, pero la sonrisa que le tenia prendado el rostro la delataba. Estaba disfrutando con aquello, o al menos en la mayor parte. Virgile era su amigo, aunque tenia que reconocer que hacerle enfadar no tenía precio.
martes, marzo 9
1. ¡Quiero mi niñez!
La princesa elfa se sentó y se cruzó de brazos.
-¡Quiero salir!-ordenó, vehementemente. Pero su hermano negó con la cabeza.
-No puede ser, y lo sabes. Tu madre no lo admitiría jamás. Y te dejaría otro precioso moratón en las piernas-sonrió con malicia al ver enrojecer las puntiagudas orejas de su hermana menor. No sabía porqué, pero la odiaba. Con toda su alma. Y se sentía satisfecho, aunque solo fuera en esos instantes, de no ser el príncipe heredero. Porque, si no, él también estaría encerrado. No era justo, y el príncipe Zéphir lo sabía. Aún así, ignoró a su hermana menor y desapareció por donde había entrado.
-¡Muy bien! No me ayudes, so borde-murmuró Katherine, con los labios fruncidos por la rabia. Miró una vez más el tentador patio trasero, que la invitaba a la libertad, y luego contempló el suntuoso cuarto en el que la mantenían encerrada día sí y día también. Tenía que salir de ahí. Fuera como fuera. Sus ojos claros se desviaron hacía la ventana, de donde procedían las alegres voces. No podía haber peor tortura, y si la había, no sabía imaginársela. De repente, las lagrimas que no había derramado en meses por las constantes palizas de su madre, afloraron en sus mejillas. No eran lágrimas por pena, eran lágrimas de rabia e impotencia. Impotencia al verse reducida a nada, encarcelada por los caprichos de una odiosa mujer. En ese instante, decidió que había llegado la hora de ser libre. Y aquél era el momento.
Hacía más de tres meses que el joven Virgile Eideghstone no veía a su mejor amiga. La última vez, recordó, amargamente, fue cuando esta estaba recibiendo una soberana bronca por parte de su madre, la reina Emmelin, con la consecuente aplicación de una buena azotaina para corregir la insolencia de la chica. Aunque azotaina no era la palabra correcta para definir aquellos actos de crueldad gratuita para con su única hija y heredera. Aquello era una auténtica paliza, y alguna vez la joven princesa no había podido atender a sus quehaceres reales por culpa del insistente dolor. Era en esos momentos cuando el joven humano se daba cuenta de lo mucho que adoraba a aquella chiquilla elfa. Cavilaba todo esto cuando un grito y unas risas lo interrumpieron.
-¡Virgile!-gritó su hermano gemelo, Evan, mientras este recibía un abrazo de un muchacho vestido con ropajes ajados-¡Ven, aprisa!
El muchacho ni siquiera se molestó en volverse hacía su hermano. Un sobrecogimiento le oprimía el pecho, pues sus pensamientos aún revoloteaban alrededor de su amiga, y unas pocas lágrimas le nublaban la vista. Se dispuso a salir corriendo cuando otra figura apareció en su campo de visión. Era otro muchacho, prácticamente de la altura de Evan. Pero había algo en él que le resultó familiar, y al fijarse con más ahínco, descubrió una mata de pelo dorado que refulgía bajo el sol. En aquel momento la opresión de su pecho desapareció. Secándose las lagrimas con el dorso de la mano, corrió hacía sus amigos. Y en especial, hacia el que le sonreía con una mueca picara en los labios.
-Lo conseguí, soy un genio- canturreó la elfa, levantando el gorro de su criado y amigo, Wolf, para que su amigo le pudiera ver bien la cara. Y si no fuera por la voz, el joven humano no la habría conocido. En tres meses, la princesa había llegado a la fatídica fase de la vida élfica en la que sus cuerpos cambiaban. Si tiempo atrás parecía que la princesa tuviera solo diez añitos, los noventa días aislamiento le habían bastado para cambiar radicalmente a una apariencia mucho más adulta, rondando los dieciocho años de Virgile y Evan.
-Oh, un monstruo con pecas-se burló amistosamente Virgile-Quién iba a decir que el cambio haya sido tan...-calló un minuto, puesto a reordenar sus pensamientos y soltar algún comentario ingenioso, como le gustaba a ella. Esta lo miró, interrogante.
-Tan...-prosiguió él, intentando por todos los medios que no se diese cuenta de su déficit de vocabulario. Demasiado tarde.
La princesa, harta de meses de esclavitud dio media vuelta, preparada para disfrutar de una tarde soleada con sus amigos. La mandíbula inferior del muchacho se desencajó de su sitio al ver como la elfa daba media vuelta. Todo lo contrario que sus amigos, que observaron entre carcajadas la escena. Entre el tumulto de risas, una voz resonó más que las demás.
-¡PRECIOSA!-gritó el joven Virgile. A los pocos segundos, deseó que la tierra se lo tragase. Enrojecido como un tomate, intentó buscar refugio en su hermano, pero este estaba prácticamente en el suelo, retorciéndose por una risa que parecía mortal. Pero escasos momentos después, las risotadas de los demás muchachos se hicieron una. La princesa sin embargo, se lo tomó con mucha mas calma. Giró sobre sus talones y avanzó hacía el sonrojado Virgile, que hacía imposibles por encontrar un agujero lo suficientemente grande como para meterse y quedarse a vivir de por vida. Sin pensarlo dos veces, Katherine se inclinó sobre la mejilla de su buen amado amigo y depositó en ella un dulce beso. Las carcajadas se interrumpieron, envolviendo el momento de un halo mágico. Suspendiendo aquellos pocos segundos como algo sagrado. Virgile notó con desesperación como los suaves labios de la princesa, finalmente, desaparecían de de su mejilla. El momento mágico había acabado. Ella, con aquel aire tan despreocupado que la caracterizaba cuando estaba de buen humor, se giró de nuevo y actuó como tal cosa.
-Y bien, ¿es que pensáis quedaros ahí parados todo el día?-murmuró la joven princesa haciendo un mohín con los labios.
Nadie habló, aún quedaba en el aire vestigios del olor a vainilla que había dejado esta al pasar ante ellos. Realmente era hechizante. Aunque siempre hay una excepción, y Evan no dudó en romper el hielo a cabezazos.
-Teníamos pensado bajar al pueblo. Hay una posada estupenda, un tanto retirada, pero en el centro del bullicio-una pícara mueca en el rostro del joven, hizo mal pensar a la princesa- Teníamos pensado ir solo los hombres, ya sabes. Tíos duros. Pero por ti, haríamos una excepción.
En aquel momento, Katherine se imaginó degollando a Evan, de la forma más cruel posible. Era evidente que la madurez intentaba hacer mella en el, pero no lo había conseguido aún. Y por el bien de su cuello, esperaba que lo hiciese pronto. Sin embargo, el hecho de que fuese libre durante unas horas y la simpatía que sentía por el joven, hicieron que desechara aquellos pensamientos de inmediato.
-Está bien, tío duro-continuó, con aire distraído. Agarrándose de su brazo- Guíame.
Al ponerse en marcha, Katherine estiró un brazo hacía Virgile, que se había quedado rezagado. Este sonrió, y a Katherine le pareció que a penas se le veían los ojos. Devolviéndole la sonrisa, notó con agrado como él entrelazaba cariñosamente sus dedos entorno a los de ella. Un día le pondría remedio al problema.
-¡Quiero salir!-ordenó, vehementemente. Pero su hermano negó con la cabeza.
-No puede ser, y lo sabes. Tu madre no lo admitiría jamás. Y te dejaría otro precioso moratón en las piernas-sonrió con malicia al ver enrojecer las puntiagudas orejas de su hermana menor. No sabía porqué, pero la odiaba. Con toda su alma. Y se sentía satisfecho, aunque solo fuera en esos instantes, de no ser el príncipe heredero. Porque, si no, él también estaría encerrado. No era justo, y el príncipe Zéphir lo sabía. Aún así, ignoró a su hermana menor y desapareció por donde había entrado.
-¡Muy bien! No me ayudes, so borde-murmuró Katherine, con los labios fruncidos por la rabia. Miró una vez más el tentador patio trasero, que la invitaba a la libertad, y luego contempló el suntuoso cuarto en el que la mantenían encerrada día sí y día también. Tenía que salir de ahí. Fuera como fuera. Sus ojos claros se desviaron hacía la ventana, de donde procedían las alegres voces. No podía haber peor tortura, y si la había, no sabía imaginársela. De repente, las lagrimas que no había derramado en meses por las constantes palizas de su madre, afloraron en sus mejillas. No eran lágrimas por pena, eran lágrimas de rabia e impotencia. Impotencia al verse reducida a nada, encarcelada por los caprichos de una odiosa mujer. En ese instante, decidió que había llegado la hora de ser libre. Y aquél era el momento.
Hacía más de tres meses que el joven Virgile Eideghstone no veía a su mejor amiga. La última vez, recordó, amargamente, fue cuando esta estaba recibiendo una soberana bronca por parte de su madre, la reina Emmelin, con la consecuente aplicación de una buena azotaina para corregir la insolencia de la chica. Aunque azotaina no era la palabra correcta para definir aquellos actos de crueldad gratuita para con su única hija y heredera. Aquello era una auténtica paliza, y alguna vez la joven princesa no había podido atender a sus quehaceres reales por culpa del insistente dolor. Era en esos momentos cuando el joven humano se daba cuenta de lo mucho que adoraba a aquella chiquilla elfa. Cavilaba todo esto cuando un grito y unas risas lo interrumpieron.
-¡Virgile!-gritó su hermano gemelo, Evan, mientras este recibía un abrazo de un muchacho vestido con ropajes ajados-¡Ven, aprisa!
El muchacho ni siquiera se molestó en volverse hacía su hermano. Un sobrecogimiento le oprimía el pecho, pues sus pensamientos aún revoloteaban alrededor de su amiga, y unas pocas lágrimas le nublaban la vista. Se dispuso a salir corriendo cuando otra figura apareció en su campo de visión. Era otro muchacho, prácticamente de la altura de Evan. Pero había algo en él que le resultó familiar, y al fijarse con más ahínco, descubrió una mata de pelo dorado que refulgía bajo el sol. En aquel momento la opresión de su pecho desapareció. Secándose las lagrimas con el dorso de la mano, corrió hacía sus amigos. Y en especial, hacia el que le sonreía con una mueca picara en los labios.
-Lo conseguí, soy un genio- canturreó la elfa, levantando el gorro de su criado y amigo, Wolf, para que su amigo le pudiera ver bien la cara. Y si no fuera por la voz, el joven humano no la habría conocido. En tres meses, la princesa había llegado a la fatídica fase de la vida élfica en la que sus cuerpos cambiaban. Si tiempo atrás parecía que la princesa tuviera solo diez añitos, los noventa días aislamiento le habían bastado para cambiar radicalmente a una apariencia mucho más adulta, rondando los dieciocho años de Virgile y Evan.
-Oh, un monstruo con pecas-se burló amistosamente Virgile-Quién iba a decir que el cambio haya sido tan...-calló un minuto, puesto a reordenar sus pensamientos y soltar algún comentario ingenioso, como le gustaba a ella. Esta lo miró, interrogante.
-Tan...-prosiguió él, intentando por todos los medios que no se diese cuenta de su déficit de vocabulario. Demasiado tarde.
La princesa, harta de meses de esclavitud dio media vuelta, preparada para disfrutar de una tarde soleada con sus amigos. La mandíbula inferior del muchacho se desencajó de su sitio al ver como la elfa daba media vuelta. Todo lo contrario que sus amigos, que observaron entre carcajadas la escena. Entre el tumulto de risas, una voz resonó más que las demás.
-¡PRECIOSA!-gritó el joven Virgile. A los pocos segundos, deseó que la tierra se lo tragase. Enrojecido como un tomate, intentó buscar refugio en su hermano, pero este estaba prácticamente en el suelo, retorciéndose por una risa que parecía mortal. Pero escasos momentos después, las risotadas de los demás muchachos se hicieron una. La princesa sin embargo, se lo tomó con mucha mas calma. Giró sobre sus talones y avanzó hacía el sonrojado Virgile, que hacía imposibles por encontrar un agujero lo suficientemente grande como para meterse y quedarse a vivir de por vida. Sin pensarlo dos veces, Katherine se inclinó sobre la mejilla de su buen amado amigo y depositó en ella un dulce beso. Las carcajadas se interrumpieron, envolviendo el momento de un halo mágico. Suspendiendo aquellos pocos segundos como algo sagrado. Virgile notó con desesperación como los suaves labios de la princesa, finalmente, desaparecían de de su mejilla. El momento mágico había acabado. Ella, con aquel aire tan despreocupado que la caracterizaba cuando estaba de buen humor, se giró de nuevo y actuó como tal cosa.
-Y bien, ¿es que pensáis quedaros ahí parados todo el día?-murmuró la joven princesa haciendo un mohín con los labios.
Nadie habló, aún quedaba en el aire vestigios del olor a vainilla que había dejado esta al pasar ante ellos. Realmente era hechizante. Aunque siempre hay una excepción, y Evan no dudó en romper el hielo a cabezazos.
-Teníamos pensado bajar al pueblo. Hay una posada estupenda, un tanto retirada, pero en el centro del bullicio-una pícara mueca en el rostro del joven, hizo mal pensar a la princesa- Teníamos pensado ir solo los hombres, ya sabes. Tíos duros. Pero por ti, haríamos una excepción.
En aquel momento, Katherine se imaginó degollando a Evan, de la forma más cruel posible. Era evidente que la madurez intentaba hacer mella en el, pero no lo había conseguido aún. Y por el bien de su cuello, esperaba que lo hiciese pronto. Sin embargo, el hecho de que fuese libre durante unas horas y la simpatía que sentía por el joven, hicieron que desechara aquellos pensamientos de inmediato.
-Está bien, tío duro-continuó, con aire distraído. Agarrándose de su brazo- Guíame.
Al ponerse en marcha, Katherine estiró un brazo hacía Virgile, que se había quedado rezagado. Este sonrió, y a Katherine le pareció que a penas se le veían los ojos. Devolviéndole la sonrisa, notó con agrado como él entrelazaba cariñosamente sus dedos entorno a los de ella. Un día le pondría remedio al problema.
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