La clase estaba a punto de empezar. Los niños, de todas las razas y edades, se congregaron en la entrada de la habitación, esperando a que el hombre que moraba en su interior se decidiera a abrir las puertas.
Algunos se hallaban con la cabeza gacha, mirándose, nerviosos, los pequeños pies. Otros parloteaban animosamente entre ellos, aventurando si lo que decían de aquél sabio sería cierto. Los demás, simplemente, se dedicaban a jugar.
Cuando la puerta cedió, alguno de los chiquillos dejó escapar un gritito de sorpresa. La apariencia del gran Rupert Indharhaves era más espeluznante en directo de lo que jamás podían haber imaginado.
Era un elfo largo, extremadamente escuálido y paliducho. Vestía íntegramente de negro, y su larga melena azabache estaba coronada por un enorme sombrero de copa. Los tatuajes negros en forma de línea que reseguía las marcadas bolsas de los ojos tenían bajo sus pigmentos un enorme antojo marrón bajo el ojo izquierdo, disimulado malamente por un punto negro del mismo tamaño, intentando con este integrar la mancha parda en el resto del tatuaje. Los dos aros, uno a cada extremo del labio inferior, estaban unidos por una cadena respectivamente a las picudas orejas, que sobresalían disimuladamente entre los finos cabellos.
-¿Vais a pasar o os vais a quedar aquí parados todo el día? –inquirió Rupert, arqueando una de sus finas cejas, mirando con cierto desagrado a la panda de niños que se había congregado a las puertas de su estudio. Eran unos quince en total. Rupert suspiró, cansado.
-¡Vamos a entrar, hermanito! –gritó una de las niñas, una chiquilla elfa rubia, extremadamente pecosa, que tirando del brazo de su hermano mayor, un elfo de cabellos marrones, apartaba a los temerosos niños de su camino, acercándose alegremente hacia el maestro. Rupert se corrigió mentalmente. El niño era medio elfo. Y no era el único, puesto que más atrás, otro niño, de cabellos inusualmente claros, casi blancos, avanzaba en silencio, siguiendo los pasos de los otros dos, abrazándose a sus libros de historia.
El elfo mayor sonrió, enternecido por la escena que los que por lo visto eran hermanos estaban protagonizando, y no tan apático después de ver el semblante ávido de saber del muchacho de cabellos blancos.
Su mueca, no obstante, asustó al resto de niños, pues sus blancos y afilados colmillos que tanta fama le dieron en su juventud, asomaron amenazantes entre aquella sonrisa.
-Tomad asiento, la clase ya va con retraso por vuestra culpa, pequeños alborotadores –Rupert se quitó el sombrero de copa y se lo dio a los hermanos, que ahogaron un grito de admiración y comenzaron a reír por lo bajo, abrazando el presente a la vez. El otro semielfo se sentó apartado del resto del grupo, en un rincón al lado de la pared, desde donde Rupert asumió que tendría mejor acústica. Y alejarse de aquella panda de cabras del monte, como había decidido bautizar al grupo de niños, favorecería su aprendizaje, que seguro iba a aprovechar. Lo podía ver en los ojos color miel del muchacho.
Carraspeó entonces Rupert, logrando que un ominoso silencio cayera como una losa sobre las cabezas de los estudiantes, que se afanaron a sacar papel y pluma y comenzaran a tomar apuntes.
-Siguiendo donde lo dejamos el otro día, majestades –miró a los dos hermanos, con una de sus macabras muecas bailando entre la burla y el respeto manchados por el cariño que le inspiraban aquellos dos niños – En el año 1397, fecha estimada entre el 19 de Marzo según los historiadores elfos, y el 29 de Abril según los humanos, durante la época que llamamos hoy en día la Insurrección de los Altos, Los Primeros elfos tomaron conciencia de su verdadero estatus, por encima de la ya decadente y pútrida raza humana –uno de los niños tosió, molesto por la alegación claramente racista del maestro –¿Un caramelo de menta, señor Lebouf? –ofreció Rupert, con el rostro contraído por la ira. El niño sacudió la cabeza, atemorizado –Se alzaron en armas contra sus subyugadores amos. Los Primeros, que habían sido víctimas de abusos y torturas variadas por parte de sus señores colmaron su paciencia al ver, horrorizados, cómo sus niños crecían de repente, sin explicación alguna, y maduraban entre grandes espasmos de dolor. Todo aquello, causado por los cientos de años de experimentación sobre las indefensas tribus norteñas, llevó a Los Primeros a poner fin a las injusticias. Clanes que antaño se habían odiado formaron un ejercito asombroso que, junto a los Señores del Hierro y la Forja, los ahora respetados enanos –se giró, tomando entre sus manos una delicada taza de té, que aún humeaba a pesar de que parecía que hacía mucho rato que había sido preparada –Derrocaron los yugos de los humanos y establecieron paulatinamente un nuevo orden. Los enanos, conformes con lo que ya tenían, decidieron dejar a Los Primeros…
-¿Pero cómo es posible que los elfos crezcan de repente? ¿Cómo…Cómo…? -el chiquillo de cabellos blancos interrumpió la diatriba de Rupert. Pero en vez de ganarse una mirada llena de reproche o ira, consiguió que el maestro lo mirara interesado. El niño se relajó un poco, continuando con su pregunta con más seguridad en el tono de voz -¿No se supone que El Alzamiento fue para terminar con el dolor de los jóvenes?
-¿He dicho yo que consiguieran remedio alguno? –contestó Rupert, con una triste mueca –No, joven Hasstern. Los elfos quedaron condenados a sufrir para crecer. Y cada vez, ese fenómeno se va retrasando más, y las últimas generaciones de elfos han visto retrasada su evolución a pasado el medio siglo de vida. Se dice que el gran sabio Abigail es el elfo más anciano, habiendo sufrido su primer cambio a los 64 años, época larvaria a la que llamamos Adretjen, para luego tener que esperar a los 99 a entrar en la fase adulta. Hasta hoy en día se sigue manteniendo en su Yotjen, edad madura permanente a sus más de 1500 años. Nosotros no envejecemos. Y el tiempo no hace mella en nosotros. Todo gracias a los humanos.
Rupert tomó un sorbo de su té, levantando ligeramente el dedo meñique, notando cómo el calor de la bebida calmaba la rabia y los horribles recuerdos que su discurso le había traído.
-Maestro –inquirió la niñita rubia, levantando la mano para pedir su turno para hablar. El elfo solo abrió un ojo y miró con curiosidad a la chiquilla que aún abrazaba su sombrero -¿Y los medio elfos? ¿Y los enanos? ¿Porqué solo mi gente es castigada? ¿Es que los dioses no nos quieren? ¿Fuimos malos y por eso nos odian?
La preocupación en la voz de la niña era patente.
Sería una buena monarca, la felicitó mentalmente Rupert, aunque no lo dijo por no avergonzar a su hermano mayor. El estrambótico elfo miró a toda la clase, abarcando con su gélida mirada azul a todos los niños.
-Si los dioses existieran, estaríamos todos muertos, querida. Pero si estos existieran, reconsiderarían cómo está actuando ahora nuestra gente. Nuestro pueblo, los Altos Bellos como nos llaman los enanos, empieza a corromperse, y caeremos de nuevo en los errores de los humanos. Amos y esclavos están destinados a entrar en conflicto. Tarde o temprano, estallará una guerra. Y nuestro perfectamente injusto mundo nos estallará en los morros. Y nos estará bien empleado. Respondiendo a tu pregunta, sí, los elfos estamos siendo muy malos.
-Entonces, solo nos tenemos a nosotros mismos. De nuevo contra la tiranía del loco –concluyó el joven medio elfo, que se ganó una última mirada aprobadora del maestro, que dio por finalizada la clase con un gesto desdeñoso.
El chiquillo se quedó unos instantes rezagado, viendo como todos sus compañeros desaparecían de la clase, tocándose con preocupación las ligeramente puntiagudas orejas.
Rupert lo observó en silencio unos instantes, y después de un largo sorbo, carraspeó, logrando que al fin, avergonzado por haberse retrasado, el muchachito abandonara su estudio. Rupert dejó que se pintara una mueca endiablada en sus labios.
-Creo que con esta clase al fin me he forjado un más que merecido y anhelado despido. Pero echaré de menos a esos tres bribones –dicho eso, cerró las cortinas y esperó a su destino envuelto en la más absoluta oscuridad.