viernes, septiembre 25

Thyrone.Monarquía

by alice
Sí a los niños que han de ser soberanos algún día, se les cría abandonándolos. ¿Cómo se educa a un padre para soportar tal dolor?
Sencillamente, el hecho de ser padre los alecciona a elegir lo mejor para sus hijos. Y como consecuencia, a sobrellevar las decisiones con indulgencia. O bien la reina decide, y el rey obedece.
Thyrone, el gobernante del reino de Rhea, reposaba con los parpados ligeramente entrecerrados. Los últimos días habían sido agotadores. Los señores de los feudos de todo el país llegaban a expuertas desde todos los rincones, indignados. No era ningún secreto de que había tiranteces entre los señores feudales, y que la relación se había ido erosionando paulatinamente al largo de siglos de convivencia. Pero el monarca intuía que la bolsa pronto reventaría, y lo haría en sus propias narices. Milagrosamente, había logrado convencer a los feudos que poblaban el norte del reino de que siguieran exportando alimentos a los campos de entrenamiento, en las tierras pirineas. Una cosa menos, pensó aliviado. Pero los problemas no terminaban ahí. Un grupo exaltado de elfos había asaltado un pueblo de las afueras del reino, cerca de la frontera de los pueblos humanos, dedicados a las labores de la pesca y el comercio. Y había sido muy oportuno, pues eso provocó discrepancias con los pueblos costeros, que se sintieron gravemente humillados ante tal atrocidad. Decididos a alzarse en una revuelta, heridos en su propio ego. Sin embargo, nadie prestó atención a los supervivientes. En aquel momento Nabfiz, el consejero de su majestad hizo acto de presencia.
-Majestad-se inclinó en una respetuosa reverencia- Me tomaré la libertad de cancelar las visitas que quedan por hoy, su majestad debería descansar.
Thyrone contempló con amistosidad al hombre de mediana edad que se postraba ante él.
-No Nabfiz, los señores feudales me esperan. Y es mi deber, como monarca, complacer sus expectativas. En la medida de lo posible, por supuesto.
El hombre sonrió, indulgente.
-Como vos deseéis, majestad. Venía a comunicaros que la corte a sido favorable a vuestra propuesta. Hoy mismo me pondré en marcha para tenerlo todo dispuesto en pocos días, majestad.
El monarca suspiró.
Estaba cansado, aunque realmente sorprendido ante la noticia. La corte elfa estaba compuesta por los miembros más sabios y antiguos de este mundo. El hecho de que hubiesen aprobado su propuesta era algo inaudito. Cabe añadir que como en todas las cortes, había diferentes puntos de vista. Y no es de extrañar, pues tras siglos de vida han tenido mucho tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido. Las mentes más cerradas y conservadoras habrían hecho arder la casa de acogida, con los humanos dentro. Sin embargo, la gran mayoría aplacaron su sed de venganza hacía años, depuestos a dejar sus rencores a un lado. Entristecidos, al verse obligados a contemplar como la sangre de muchos de sus hijos y hermanos se derramaba sobre la tierra, solo para sembrarla de más dolor e hambre. Sencillamente, se alegraba de que su longevidad hubiese servido para su propósito. Pues creía firmemente en que un niño ha de criarse libre y feliz. Excepto si se trataba de sus propios hijos, pues la carga que debería sospesar sobre sus hombros necesitaba de una vida entregada a la rectitud y el deber. Pero eso era algo que no debía pensar en aquel momento.
-Es una noticia excelente, Nabfiz-una sonrisa afloró en su pecoso rostro- Estoy seguro de que elaboraras una gran tarea como director.
-No dude de ello, su majestad-volviendo a inclinarse, desapareció por la gran puerta.
Thyrone volvió a reclinarse sobre el trono, exhausto. Necesitaba unos placidos momentos de tranquilidad para recuperarse. En aquellos momentos, su mente no dejó de revolotear. Intranquila. La cara pecosa de su preciosa hija se plasmaba en sus retinas, como hierro ardiente.
-Tu madre sabe que es lo que te conviene, hija mía-susurró, deseoso de liberarse del sentimiento de culpa que tantas otras noche le había asechado- Yo confío en ella. Deberías también hacerlo tú…
Sus susurros fueron acallados. La puerta volvía a abrirse.

lunes, septiembre 21

Zéphir.Soledad

Somehow, I'm still waiting for you to know,
to noctice me.
Somewhere, your smile is being for another
Still waiting, I just hope the shadows
won't eclipse this words as al...

-¡Zéph!-a tan animoso grito, entró en la sala Lucette, tirando sin querer las partituras en las que el joven príncipe se hallaba trabajando. Este se enfureció unos instantes. Y ella lo notó, tensando involuntáriamente todos sus músculos y alertada ante la estampa. Luego, Zéphir se relajó.
-¿Qué quieres, Lucette?-preguntó amablemente el muchacho. La elfa se repuso al instante del susto y volvió a sonreir-Si sigues con esa preciosa mueca, me dejarás ciego, princesa.
Lucette rió. Y le tendió la mano a su hermanastro. Él la tomó, con el corazón latiéndole demasiado rápido para su gusto, con la sangre acumulada en sus pálidas mejillas. Pero fueron cinco segundos los necesarios para que esas reacciones se congelaran para siempre en la mente del semielfo y se negaran a salir nunca más.
Un precioso anillo dorado reposaba en el dedo de su hermanastra.
-¡Estoy prometida!¿No es fabuloso?

Y, en aquél instante, Zéphir podía jurar haber oído cómo su corazón se rompía en mil pedazos.

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I just hope the shadows
won't eclipse this words as always
But they did,
they'll do it again
And I'll be all alone
-Zéphir dejó reposar la hermosa guitarra blanca y negra en el colchón de su cama. Las viejas partituras estaban rotas, y le había costado una barbaridad reconstruirlas. Pero allí estaban. Y con dos preciosas notas.
-Oh, Zéph, estás enamorado?Quién es la afortunada?-firmaba L
-Esta tia es tonta-rugió Zéphir, imaginando perfectamente a la joven elfa en los brazos de su "maridito elfo". Y entonces, reparó en otro tipo de letra.
La suya.
-Una canción para los olvidados.

Emmelin. Carcelera

texto by Alice

La reina miró con sorprendente indulgencia al bebe que reposaba en la cuna real. Una cuna esplendida, hecha con la mejor madera del reino. Y decorada con todo de lazos blancos, pues antes de que naciera, nadie sabía que el heredero del reino iba a ser una niña. La recién nacida respiraba profundamente, y a pesar de que lo normal sería pensar que dormía, la reina estaba segura de que no era así. Instinto de madre, quizás. Ese pensamiento la hizo sonreír cínicamente. Ella, madre. Dos términos que jamás hubiese puesto juntos, ni en sus más delirantes sueños. Pero así era.

Miró por la ventana, una vista espléndida del reino caía a sus pies como una alfombra de luces desplegadas sobre un manto oscuro. Y allí estaba ella, en la cima del mundo. Orgullosa, digna, triunfante. Todo lo contrario que su madre. Una mujer débil, que se dejó arrastrar por un hombre cruel hacía un infierno en vida. Viéndose degradada cada día como basura, sin atreverse a levantar la cabeza por miedo a otro puñetazo. Hasta que al final, acabó oliendo como la basura, y llegó su fin.

Un leve jadeo interrumpió sus cavilaciones, y se odió por ello. Hacía mucho que no pensaba en su madre, y no estaba dispuesta a volver a pensar en ella. Los errores, es mejor olvidarlos. La niña empezó a llorar, un llanto leve, casi inaudible. Como si temiera despertar la ira de su progenitora. Pero insistente e irritante. Lady Emmelin miró con desagrado la elegante cuna, y aunque no estaba en sus planes, cogió en brazos al pequeño bebe, que inmediatamente dejó de llorar. Una niña caprichosa, una gran virtud si iba acompañada de grandes ambiciones. Sonrió ambiguamente ante tal pensamiento.

Dejó a la pequeña heredera en su trono blanco, e avanzó hasta la puerta. Un leve rumor tenía preso al suelo, sacudiéndolo como si una tropa de soldados caminase por este con todo su arsenal. Abrió la puerta, lo suficiente para que su ávido ojo confirmara lo que sus orejas ya le habían advertido.

Lady Pellean, como hacía que la llamasen, estaba en medio del gran salón del trono, impartiendo órdenes. Aquello parecía un hervidero, pues docenas de criados salían y entraban a su vez por el gran portón. Dando la sensación de estar atrapado en un mar de carne. Mientras los más hábiles se descolgaban por las paredes, en un intento desesperado de colocar los adornos en el sitio adecuado para que la madre del rey estuviese satisfecha. Emmelin rió ante su ignorante pensamiento, aquella mujer nunca estaba conforme con nada. Tenía suerte de tener un hijo tan comprensivo.

Como si la simple mención de su nombre la hubiese alertado, buscó disimuladamente hasta dar con él. Una figura esbelta, alta y proporcionada observaba los grandes cambios del salón con aplastante parsimonia. A pesar del gran bullicio que se cernía sobre él, no parecía alterado. Sino más bien, tranquilo. La tranquilidad de ese hombre a veces resultaba irritante, y solo dos veces le pareció irresistible. La primera, el día en que aceptó ser su esposa. Y la segunda…Desvió la mirada hacía la niña que dormía, esta vez sí, profundamente. Sonrió, una locura no puede acabar mal si sabes como llevarla.

Se inclinó sobre la cuna, dejando que su cabello alborotado por el parto cayese sobre los pliegues de la cuna. Era un milagro que aún durmiese con todo el alboroto que había fuera. Templanza y sangre fría. Eso no podía ser un error.

-Tú estas destinada a lo más alto, a ser poderosa. Y yo me encargaré de que lo seas. Te lo prometo…Tu meta, el mundo entero.