lunes, septiembre 21

Zéphir.Soledad

Somehow, I'm still waiting for you to know,
to noctice me.
Somewhere, your smile is being for another
Still waiting, I just hope the shadows
won't eclipse this words as al...

-¡Zéph!-a tan animoso grito, entró en la sala Lucette, tirando sin querer las partituras en las que el joven príncipe se hallaba trabajando. Este se enfureció unos instantes. Y ella lo notó, tensando involuntáriamente todos sus músculos y alertada ante la estampa. Luego, Zéphir se relajó.
-¿Qué quieres, Lucette?-preguntó amablemente el muchacho. La elfa se repuso al instante del susto y volvió a sonreir-Si sigues con esa preciosa mueca, me dejarás ciego, princesa.
Lucette rió. Y le tendió la mano a su hermanastro. Él la tomó, con el corazón latiéndole demasiado rápido para su gusto, con la sangre acumulada en sus pálidas mejillas. Pero fueron cinco segundos los necesarios para que esas reacciones se congelaran para siempre en la mente del semielfo y se negaran a salir nunca más.
Un precioso anillo dorado reposaba en el dedo de su hermanastra.
-¡Estoy prometida!¿No es fabuloso?

Y, en aquél instante, Zéphir podía jurar haber oído cómo su corazón se rompía en mil pedazos.

----
I just hope the shadows
won't eclipse this words as always
But they did,
they'll do it again
And I'll be all alone
-Zéphir dejó reposar la hermosa guitarra blanca y negra en el colchón de su cama. Las viejas partituras estaban rotas, y le había costado una barbaridad reconstruirlas. Pero allí estaban. Y con dos preciosas notas.
-Oh, Zéph, estás enamorado?Quién es la afortunada?-firmaba L
-Esta tia es tonta-rugió Zéphir, imaginando perfectamente a la joven elfa en los brazos de su "maridito elfo". Y entonces, reparó en otro tipo de letra.
La suya.
-Una canción para los olvidados.

Emmelin. Carcelera

texto by Alice

La reina miró con sorprendente indulgencia al bebe que reposaba en la cuna real. Una cuna esplendida, hecha con la mejor madera del reino. Y decorada con todo de lazos blancos, pues antes de que naciera, nadie sabía que el heredero del reino iba a ser una niña. La recién nacida respiraba profundamente, y a pesar de que lo normal sería pensar que dormía, la reina estaba segura de que no era así. Instinto de madre, quizás. Ese pensamiento la hizo sonreír cínicamente. Ella, madre. Dos términos que jamás hubiese puesto juntos, ni en sus más delirantes sueños. Pero así era.

Miró por la ventana, una vista espléndida del reino caía a sus pies como una alfombra de luces desplegadas sobre un manto oscuro. Y allí estaba ella, en la cima del mundo. Orgullosa, digna, triunfante. Todo lo contrario que su madre. Una mujer débil, que se dejó arrastrar por un hombre cruel hacía un infierno en vida. Viéndose degradada cada día como basura, sin atreverse a levantar la cabeza por miedo a otro puñetazo. Hasta que al final, acabó oliendo como la basura, y llegó su fin.

Un leve jadeo interrumpió sus cavilaciones, y se odió por ello. Hacía mucho que no pensaba en su madre, y no estaba dispuesta a volver a pensar en ella. Los errores, es mejor olvidarlos. La niña empezó a llorar, un llanto leve, casi inaudible. Como si temiera despertar la ira de su progenitora. Pero insistente e irritante. Lady Emmelin miró con desagrado la elegante cuna, y aunque no estaba en sus planes, cogió en brazos al pequeño bebe, que inmediatamente dejó de llorar. Una niña caprichosa, una gran virtud si iba acompañada de grandes ambiciones. Sonrió ambiguamente ante tal pensamiento.

Dejó a la pequeña heredera en su trono blanco, e avanzó hasta la puerta. Un leve rumor tenía preso al suelo, sacudiéndolo como si una tropa de soldados caminase por este con todo su arsenal. Abrió la puerta, lo suficiente para que su ávido ojo confirmara lo que sus orejas ya le habían advertido.

Lady Pellean, como hacía que la llamasen, estaba en medio del gran salón del trono, impartiendo órdenes. Aquello parecía un hervidero, pues docenas de criados salían y entraban a su vez por el gran portón. Dando la sensación de estar atrapado en un mar de carne. Mientras los más hábiles se descolgaban por las paredes, en un intento desesperado de colocar los adornos en el sitio adecuado para que la madre del rey estuviese satisfecha. Emmelin rió ante su ignorante pensamiento, aquella mujer nunca estaba conforme con nada. Tenía suerte de tener un hijo tan comprensivo.

Como si la simple mención de su nombre la hubiese alertado, buscó disimuladamente hasta dar con él. Una figura esbelta, alta y proporcionada observaba los grandes cambios del salón con aplastante parsimonia. A pesar del gran bullicio que se cernía sobre él, no parecía alterado. Sino más bien, tranquilo. La tranquilidad de ese hombre a veces resultaba irritante, y solo dos veces le pareció irresistible. La primera, el día en que aceptó ser su esposa. Y la segunda…Desvió la mirada hacía la niña que dormía, esta vez sí, profundamente. Sonrió, una locura no puede acabar mal si sabes como llevarla.

Se inclinó sobre la cuna, dejando que su cabello alborotado por el parto cayese sobre los pliegues de la cuna. Era un milagro que aún durmiese con todo el alboroto que había fuera. Templanza y sangre fría. Eso no podía ser un error.

-Tú estas destinada a lo más alto, a ser poderosa. Y yo me encargaré de que lo seas. Te lo prometo…Tu meta, el mundo entero.